Vuelvo a recurrir a una de mis anécdotas personales, debido a mi falta de recursos y a la insolitez intrínseca de las mismas. Andaba yo citado temprano una mañana, en un organismo oficial del centro de esta gran capital; pero ante la poco atractiva idea de la cuestión, irremediablemente se me pegaron las sábanas, en lo que entiendo es uno de los colosales momentos de la vida de un ser humano. A duras penas pude levantarme para acudir a tan repugnante mandado. Naturalmente después de hacer el remolón, el tiempo se me antojó justo, por lo cual resolutamente decidí utilizar mi coche, en lugar del transporte público; idea que a la postre no fue tan afortunada, como veremos.
El caso, es que encontrándome ya en el centro de la ciudad, atestado de coches, intenté la proeza sobrehumana de encontrar aparcamiento, cosa que tras muchos intentos, no conseguí. Como el reloj corría inexorablemente, decidí utilizar un parking subterráneo para poder acudir a tiempo a mi cita. Introduje el coche en un parking cercano, cogí el ticket, y comencé a dar vueltas, sin poder encontrar sitio. En vista de las negras perspectivas, decidí bajar de planta en busca de mejor fortuna, al acercarme a la rampa de bajada mi coche impactó con el testigo del gálibo, que indicaba indudablemente que el coche rozaría más adelante, y no sería ya con un testigo. Volví a dar vueltas en la primera planta, con idéntico resultado, y viendo que ya estaba en tiempo de descuento, acudí a la cabina del parking para solicitar que me abrieran la barrera porqué no encontraba plaza, comentándole a la señora lo ocurrido, y es cuando empezó la fiesta.