Ayer ví a un
crío por la calle con su padre, ambos en chándal. El zagal no tenía ni tres
años, y hasta llevaba en la mano un chupete. Iba a poca distancia de ellos,
detrás, cuando ven un camión de bomberos aparcado en la calle. De repente el
niño señala el camión, y suelta al padre en un castellano propio de guardería:
“¿papa aleti?”. El progenitor guión de vida, referente paternal, le mira
condescendiente sonriendo y le dice “no, Míguel, es un camión de bomberos, no
es el Atleti”. Nada mas. Al poco les perdí la pista, pero me quede pasmado
pensando, ¡el crio no sabe lo que es un camión de bomberos y si sabe lo que es
el autobús del Atleti!, ambos rojos. Estamos acabados, completamente acabados,
irremediablemente acabados. Me sale el tópico ese de la culpa es de los padres
que los visten….del Atleti, o del Real o del Pájara-Playas. No, es otra cosa,
puta publicidad.
Publicidad,
o la mecha que dinamita nuestro dinero, nuestra individualidad. La intoxicación
de publicidad explícita, súper-explícita, implícita y subliminal, mantienen al
individuo al borde del colapso entre lo individual y lo indefectiblemente
robótico. Ingentes cantidades de gente nacen incólumes, pero crecen y viven al
son de lo que piensan que le gusta, lo que piensan que necesitan, y mueren sin darse
un ápice de cuenta de que nunca pensaron por sí mismos; alguien siempre le dijo
al oído o le dio a ver al ojo, lo que había que hacer, lo que había que vivir.
Triste existencia.